“Aestus”
No sé qué tengo de ti,
Un jirón apenas tal vez,
Pero es suficiente para estar.
Rafael Cadenas
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Tic-tac, tic-tac. Tom
escuchaba el repique del reloj sobre la mesita de noche; eran las 2:30 de la madrugada
y estaba sentado en la oscuridad, las
piernas abiertas, los codos apoyados sobre las rodillas, la mirada fija en la
rendija inferior de su puerta; permanecía quieto, muy quieto. Enderezó la
espina cuando surgieron pasos del dormitorio vecino, el staccato de las botas atajado por las mullidas alfombras del
corredor. Él entrelazó las manos, esperando: las pisadas se habían detenido
frente a su cuarto.
Pasaron un, dos, tres minutos pero nadie giró
la manilla.
«Está abierta,
sabes que está abierta» pensó, aguzando la vista en la penumbra. Al otro lado,
los pasos reanudaron su marcha. El hombre de rastas suspiró al oír el chasquido
del cerrojo en la entrada y se incorporó, asomándose por la ventana que daba
hacia el garaje.
— Idiota — murmuró, contemplando
como el sendero engullía la luz que proyectaban los faros del coche de su
hermano.
*
*
*
3:00 a.m.
El camarero lo
conduce a la sección VIP. Siempre un paso por delante de él -como debe hacerlo
un buen servidor- corre la cortina que cubre el umbral del cubículo y la cierra
una vez que el cliente ha entrado. No necesita preguntar por el pedido, ya ha
visto al joven un par de veces y conoce de memoria la orden: café cargado, sin
azúcar. No le lleva demasiado tiempo y en breves instantes está de vuelta. El
joven rubio sonríe como agradecimiento y el mesero siente que se le congela la
expresión y que los huevos se le suben a la garganta; se limita a asentir y
desaparece nuevamente tras la cortina, su siguiente parada será el baño antes
de atender cualquier otra mesa. No importa cuántas veces lo vea, el resultado
nunca se altera.
En el interior
del habitáculo, Bill tantea la temperatura de su bebida. Apenas si se muestra
interesado por la reciente escena. No es la primera vez que causa ese efecto en una persona de su mismo
sexo y, con los años, ha aprendido que la mejor solución es conducirse con la
mayor cortesía y desviar la vista.
Toma la taza Hartford
con el meñique estirado y da un sorbo a la bebida mientras echa un vistazo al
entorno. Si tuviese ocasión de describir el lugar a alguien más (cosa que
dudaba) le respondería, dotado por la franqueza que se adquiere en los sueños,
que aquel era uno de esos sitios que pedían ser saqueados de puntillas. Bill
admiró la suave iluminación rojiza, proporcionada por las lámparas de pared
estilo español, que parecía revestir su piel con el color del corazón, y prestó
atención al gracioso frufrú de las cortinas de terciopelo, que disimulaba los
sonidos susurrantes de los ocupantes de los cubículos. Asimismo, contempló las paredes, en las que podía
apreciarse el delicado papel tapiz con patrón de flor de lis y suspiró cuando
la visión de las flores despertó en él una burbujeante sensación semejante a la
nostalgia.
Pone la taza humeante sobre el platito de
porcelana que le hace juego y dirige la vista hacia la pequeña ventanilla con
celosías diagonales, localizada en el centro de la pared frontal, que sirve de
nexo con el otro habitáculo. Puede percibir como se acelera su ritmo cardíaco:
en esa otra sección se encuentra la razón que lo mantiene asistiendo a ese Café
escondido en un callejón anónimo de Los Angeles.
— ¿Está ahí, Beatriz? —
pregunta, los dedos asidos a la orilla de la mesa.
— ¿“Beatriz”? — En el
extremo opuesto reverberó una risa fugaz. — ¿Esa, Beatriz?
Bill no responde
sino que se limita a beber otro sorbo de café, puede escuchar el roce de la
porcelana al otro lado de la ventanilla y pronto imagina cómo los labios
rosados se crispan para soplar la superficie negruzca y cómo el lápiz plasma la
huella húmeda, agrietada, sobre el delicado borde. Siguiendo un impulso
absurdo, vuelve a hacer ademan de beber, no obstante, esta vez coloca su boca
en la misma posición que había recreado en su mente y el café, amargo, adquirió
un sabor a carnes llenas y dulces.
— ¿Por qué continúa viniendo
aquí? — cuestiona Beatriz, cambiando el tema.
— ¿Por qué viene usted? —
aparentemente, “sólo los tontos responden a una pregunta con otra” no tenía en
este caso mayor valor.
— Ya se lo había dicho, yo vengo aquí para dialogar con mis mentiras.
Hay una pausa. Bill
se remueve un poco encima del asiento, está buscando una mejor perspectiva, una
que le reporte a sus ojos mejor acceso a la figura que reposa en la otra parte.
Sólo alcanza a atisbar el destello rubio cenizo de su cabello, de hebras largas
y fuertes, que le recuerdan al “Hilo de la araña” de Akutagawa… acaso pueda
colgarse del fino cabello de Beatriz y ascender al cielo, el pensamiento le
saca una sonrisa.
— ¿Y bien? ¿Cuál es su razón?
— ¿Yo? Pues no estoy seguro. Quizás vengo para recordar que soy humano…para
tocar lo que se oculta bajo las enormes capas de ilusiones que yacen sobre mí.
Es un problema y una gran responsabilidad ¿sabe? Cuidar cada fino hilo de un
sueño ajeno sin olvidar que tú mismo eres carne y huesos… ¿alguna vez se ha
sentido así, Beatriz? ¿Alguna de sus mentiras, tal vez?
Ella chasqueó la lengua. —
¿Se arrepiente de algo? ¿Podría ser que…se haya planteado la posibilidad de
renunciar?
— No tengo por costumbre hacer cosas de las que pueda arrepentirme. Y
si renunciara me quedaría totalmente indefenso ante la muerte.
— Está exagerando. ¿Dónde me deja eso entonces? — un guante blanco de encaje se presiona
contra la cara inversa de las celosías de madera. Bill se incorpora, quiere
absorber el calor que emana de la mano enguantada, pero la barrera…
— ¡Que ser tan egoísta! —
dice Beatriz. Sus palabras son acompañadas por una nube de nicotina. ¿Se
refiere a él o a sí misma?
Bill aspira hondo, ceñido a la ventanilla. Su rostro se mueve
lentamente, siguiendo las espirales de humo como si quisiera obtener de ellos
una caricia. “Beatriz, Beatriz” repite, enfocándose en ella. Los ojos de la
dama muestran un brillo acuoso.
— ¿Cómo puede estar tan cerca…? — murmura él, intentando en vano colar sus dedos a través de la
ventanilla. Beatriz da un paso atrás. —
¿…y al mismo tiempo tan lejos? Me está lastimando.
— Dijo que venía aquí para recordar su humanidad. El dolor es un buen
incentivo para hacerlo. ¿Puede sentirlo? — dijo bajito. Bill contuvo la respiración. — ¿Cómo se quiebran
sus famosas capas, cómo se eriza su piel, cómo va trepando, desde lo profundo,
el grito de su alma que anhela por mí?...humano, humano, qué frágil, qué
hermoso es, qué astuto y ambicioso…me ha puesto un nombre para apoderarse de
mí, entonces ¿no tengo yo el mismo derecho sobre usted?
— ¿Qué es lo que le falta por conquistar de mí? — replicó Bill, golpeando la pared con el
puño. — ¿Qué más puede tomar que yo no le haya entregado voluntariamente? La
invoco a cada momento, a cada suspiro, cuando canto y cuando duermo. ¡La invoco
ahora, teniéndola frente a mí! Y Beatriz, que me posee por completo, trata de
medirse conmigo cuando yo obtengo tan poco en un acto de necesidad.
— Qué expresión más fiera pone usted al decirme todo eso — articuló la dama, sentándose en el sofá
de estilo provenzal que precedía su mesa. Las piernas perladas asomaron cuando
se acomodó las faldas del vestido, levantadas unos cuantos centímetros más de
lo que se consideraría decoroso. — Ya que ha manifestado su queja ¿por qué no viene a reclamarme?
Bill se mordió la lengua para frenar una grosería. ¡Claro que había
ido por ella! Lo había hecho en todas sus reuniones anteriores. Siempre, disimulando
sus zancadas y sintiendo las miradas de los meseros a sus espaldas, zanjaba la
distancia entre los habitáculos y se apresuraba a apartar la cortina…su corazón
sufría un sobresalto, su garganta se cerraba, sus nudillos emblanquecían de
furia: nadie esperaba en el interior.
— Esta vez me tendrá — afirmó.
La luz carmesí arrancó un destello a sus incisivos al esbozar una sonrisa
descarada.
Ella, Beatriz, la mentira misma.
*
*
*
4:58 a.m.
Tom mantiene las
manos en el volante; el semblante se aprecia pensativo en el espejo retrovisor.
El coche de Bill lleva ya un rato de regreso a casa, el suyo continua aparcado
en el callejón. Encima de la entrada del local se apaga y enciende un letrero
de neón, la gente entra y sale. Tom sigue dándole vueltas a la “conversación”
que acaba de tener con el mesero:
— Oh, usted debe ser el
acompañante misterioso.
— ¿Acompañante misterioso?
— Sí, sí, pero perdone, el
señor K se acaba de marchar. ¿Quiere una mesa de todos modos? Estábamos por
ocupar una de las que el señor K tenía reservada puede sentarse en la otra si
lo desea.
— Bi…el señor K ¿suele
reservar dos mesas?
El maître lo contempló
desconcertado. —
Eh, sí, señor…como usted bien debe saber.
— ¿No vio a nadie salir con
él, o preguntar por él en recepción además de mí?
— ¿Disculpe, señor? — el camarero parpadeó con los ojitos porcinos brillantes.
— No tenía ni una pista—
Tom gira la llave en el switch y siente el ronroneo del motor. En un abrir y
cerrar de ojos, los neumáticos se hallan recorriendo el pavimento. — Bill, creí que no había nada que no
pudieras decirme — murmura para sí. Tiene muchas preguntas, no obstante,
algo le dice que obraría sabiamente si opta por desterrarlas al silencio.
Fin
Autor: Belleclipse
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